Petizo había sido el más joven de la camada, pero eso no impedía demostrarle a sus hermanos quién mandaba, abriéndose paso en el lugar más cálido al lado de su madre o poniendo sus patitas sobre alguno de sus hermanos que, tras una dura pelea, había intentado atacarlo por el pescuezo.
A medida que los días pasaban, fueron desapareciendo algunos de sus hermanos, pero eso estaba bien para él porque ahora había más espacio en el regazo de su madre y podía recorrer a sus anchas el pequeño patio donde vivía. Le encantaba sentir el pasto bajo sus patitas y perseguir uno que otro insecto.
Allá afuera había un mundo por descubrir y eso él lo sabía muy bien. De la calle llegaban todo tipo de sonidos como risas de niños, ruidos de motores, murmullos de agua y cantos de pájaros.
Todo era tan nuevo y desafiante, salvo por un inconveniente, su nariz. Todos esos aromas que se mezclaban entre sí, a ratos lo hacían sentir bastante agobiado.
Ya había experimentado el olor de sus hermanos y de la cálida leche que ahora podía tomar a destajo junto al único de sus hermanos que quedaba. Con él practicaba la lucha cuerpo a cuerpo y aunque intentaba ser el jefe, solía ganarle en los combates. Sobre todo, porque Petizo se distraía con algún aroma en el momento más fulminante de la pelea.
Demostraba su malestar con algún que otro gruñido y Max, su hermano mayor, se alejaba al instante.
“¡Petizo! ¿Por qué eres tan cascarrabias? Sólo es un juego. No tienes que ganar todo el tiempo”.
“Es que estos aromas que llegan del exterior no me dejan ni dormir. Siento que ya he olido todo lo que puede existir. El aroma de la hierba después de un día de lluvia, el olor de las lombrices que viven en la tierra y de las hojas que caen sobre el césped. El olor a humano... ¡Uuff! Son tan hediondos, es insoportable”.
Y aunque Max intentaba hacerlo entrar en razón y demostrarle lo hermoso de cada aroma, Petizo se negaba.
“Mira, aquí hay un bote de metal lleno de olores interesantes ¡Mmmmmmm...! Macarrones con queso, una tostada con algo de mermelada y un trozo de jamón de varios días”. Decía Max, mientras escarbaba la basura y lo engullía todo.
Petizo se echaba para atrás y alejaba su nariz. Tantos aromas le revolvían el estómago. No entendía cómo su hermano era capaz de enterrarse de cabeza dentro de toda esa porquería.
Había visto hacer lo mismo a su madre. "¿Será que es lo que hacen todos los perros cuando crecen? ¡Yo no quiero ser un perro como todos! ¡Desearía dejar de oler por un rato!”.
Un día, les pusieron a todos una correa y los llevaron a pasear por el vecindario. Su hermano levantaba su pequeña nariz y disfrutaba del paisaje. Los sonidos, los aromas, los niños que corrían con una pelota o jugaban con su perro.
Una vez que llegaron a un sector más amplio lleno de árboles, asientos, humanos y otros perros, soltaron sus correas para que pudieran correr libres.
Mientras su madre daba unos mordiscos cariñosos a Max, corría y se revolcaba en el pasto, Petizo se quedó ahí sentado. Abrumado por todos aquellos olores que se introducían en su nariz.
Vio como sus cuidadores se sentaban en un escaño y decidió que era el momento de tomar un descanso de todo ese agobio sensorial.
Fue en busca de refugio cerca de un árbol que tenía un pequeño hueco donde se podía percibir el aroma de un extraño animal que él no conocía.
Arrugando un poco la nariz por el fuerte aroma a corteza, tierra y hojas. Metió su pequeño hocico por el orificio para saber qué había en su interior.
De pronto, una pequeña ardilla, le punza la nariz con una rama repetidas veces. Parecía muy enfadada por la intromisión.
Pero como la curiosidad era más fuerte, Petizo se armó de valor y continuó pese a los alegatos hostiles del habitante del interior del árbol. Olfateó otro poco y se tocó con sus patitas la nariz algo adolorida por tanto golpe con la rama.
La ardilla, aún con los brazos en jarra y sin soltar su arma, ordenó a Petizo que sacara la nariz de donde no le llamaban. Petizo la vio tan enojada que decidió retroceder y mejor entablar una conversación con aquella criatura para saciar su curiosidad“.
¡No te enfades conmigo! Sólo quiero saber quién eres y ¿porque vives en este tronco tan maloliente?”. Mientras lo decía, se sobaba la nariz con una pata.
La ardilla bajó los brazos y notó que el cachorro algo tenía además de curiosidad. Ya lo había golpeado lo suficiente y parecía ser inofensivo. “¡Hey, amiguito! ¿Por qué tienes ese aspecto tan apesadumbrado?”.
“¡Es que estoy harto de oler todo el tiempo!” Exclamó Petizo. “Todos esos aromas que se mezclan, se dividen y se vuelven a mezclar en una sinfonía infernal. ¡Desearía no volver a sentir un aroma nunca más!”.
“¡Aaaahh, ya veo!” Dijo la ardilla. “Has venido al lugar indicado. Este tronco es mi hogar. Llevo mucho tiempo viviendo aquí y nunca había recibido una petición como la tuya. Mira, te concederé un deseo. Pero ten cuidado con lo que pides”. Le dijo mirándolo muy seriamente.
Ilusionado Petizo cerró los ojos y pidió con todas sus fuerzas no sentir un aroma nunca más.
De pronto, las hojas se elevaron unos centímetros del suelo y giraron alrededor de él como en un pequeño torbellino que lo llenó de polvo. Cuando las hojas y la tierra se hubieron asentado, Petizo abrió los ojos y con asombro pudo comprobar que ya no sentía ningún aroma.
Miró a su alrededor y la ardilla que hace unos instantes se encontraba frente a él había desaparecido.
Muy contento retrocedió y tropezó de inmediato con sus patas. Había perdido el rastro de donde venía.
Avanzó muy despacio por el sendero dando unos ladridos muy agudos que alertaron a su madre.
Max venía masticando un palo que encontró en el camino. Estiró una de sus patas para empujar a Petizo pero éste no estaba de humor para juegos. Aun no entendía muy bien lo que había sucedido y aunque estaba aliviado de ver caras conocidas se sentía algo extraño.
En ese momento, llegaron los humanos a poner orden a tanto alboroto y correa en mano volvieron todos a casa.
Una vez en el patio y menos conmocionado, Petizo comenzó a disfrutar su nueva vida sin olores. Veía la cerca y ya no sentía el olor a rancio de la madera pintada. Veía a su hermano marcar las esquinas de la casa y no le llegaba ninguna información. Podía enterrar la nariz en el barro o en el cubo de basura y no sentirse abrumado o asqueado.
Corría por el patio en círculos con la lengua afuera y las orejas al viento y aunque el aire le golpeaba la cara, no lograba percibir ningún aroma... Ni a hojas, ni a comida proveniente de la casa vecina, ni a los perros que pasaban por la cerca a presentar sus respetos. Los humanos ahora olían todos igual. Era fantástico, pero a la vez se seguía sintiendo extraño.
Por unos días todo transcurrió feliz hasta que comenzaron los problemas.
Empezó a sentir miedo de salir al exterior porque no podía reconocer el rastro de vuelta o distinguir si aquella pelota era de él o de su hermano, pero prefirió guardar el secreto.
Sus tripas sonaban y le dolía el estómago de hambre, pero como no podía distinguir si su cuenco tenía tierra o comida, buscaba cosas que crujieran para tener la sensación de alimento, como pequeñas piedras o ramitas.
Había perdido en todos los juegos de “enterrar el hueso” y Max triunfante roía cada día un hueso nuevo, mientras él se conformaba con masticar bolsas o un trapo viejo.
De a poco Petizo se dio cuenta que no tener olfato no era tan buena idea como pensaba y ya no tenía ganas de comer. Miraba el cuenco que su hermano comía atropelladamente y no sentía deseos de meter la nariz en aquella comida sosa y aburrida.
Al ir de paseo por el barrio, los cercos y neumáticos no le entregaban ninguna información de quién había pasado por allí. Hasta levantar la pata se había vuelto aburrido porque no podía distinguir su propio aroma.
En el parque, prefería quedarse muy cerquita de sus cuidadores por miedo a no verlos nunca más. Trataba de agudizar sus otros sentidos, pero a decir verdad solo el oído lo acompañaba un poco.
Se sentía todo el tiempo triste porque parecía que al resto, no le importaba lo que a él le pasaba.
"¿Cómo no se daban cuenta que se sentía tan mal?" Es cierto que había sido un perro algo mandón y presumido, pero ya deberían haberle preguntado qué le pasaba... Max, seguía haciendo su vida de “perro feliz” y su madre le prestaba cada vez menos atención.
Un día, de nuevo en el parque, recostado sobre sus patas con la nariz pegada al suelo y sin quitar la vista de esos pies familiares, decidió hacer algo al respecto.
Guiándose sólo por el oído, intentó distinguir entre todos los sonidos uno en particular. El crujido de cáscaras y unos chillidos cortitos provenientes de un tronco hueco.
Se paró decidido y levantando una de sus orejas, buscó de dónde venía. Al llegar frente a aquel árbol, agachó la punta de la nariz y dio unos pequeños golpecitos al tronco.
Al verlo con el rostro cabizbajo y avergonzado, la ardilla se largó a reír. “¡ja,ja,ja,ja!” Se tomaba la barriga y se doblaba. “¡Te lo dije, ji,ji,ji,ji!” Y se revolcaba de un lado a otro retorciéndose de la risa. “¡Ten cuidado con lo que deseas!”.
A Petizo le costaba hilar las palabras. Escuchaba la risa chillona de la ardilla y más agachaba la cabeza.
“Vengo a que me devuelvas mi sentido. Nunca pensé que todo iba a ser tan diferente y confuso. He descubierto lo valioso que es. ¡Prometo nunca más volver a desear algo así!”.
Petizo hablaba de corazón y la ardilla lo sabía, por lo que dejó de reír.
“Veo que has aprendido una importante lección Petizo, eres un cachorro muy joven. Te queda mucho camino por recorrer, un mundo por descubrir y olores que percibir”.
Acto seguido, las hojas comenzaron a girar, pero esta vez Petizo no cerró los ojos y pudo ver asombrado el espectáculo que antes se había perdido por tener la mente en otra cosa.
Inmediatamente, le llegaron millones de olores a la vez que saboreó y disfrutó como nunca antes. Todo lo que había delante se había esfumado y donde estaba la ardilla, ahora quedaba mucho espacio vacío y pasto.
Petizo algo conmocionado por lo sucedido, enterró la nariz en el suelo y notó el aroma de muchos perros que habían pasado por ahí, entre ellos Max.
Al trotecito se despidió de ese lugar tan particular y se sintió por primera vez feliz de ser un perro tan afortunado.